Discurso de Gabriel Gacía Márquez
Para celebrar el cumpleaños de Gabriel García Márquez nada mejor que leerlo. Por eso, compartimos el discurso que ofreció al ganar el Premio Nobel en 1982 por su obra "Cien años de soledad".
Un día como
el de hoy, mi maestro William Fulkner dijo en este lugar “Me niego a admitir el
fin del hombre”. No me sentiría digno de ocupar este sitio que fue suyo si no tuviera
la conciencia plena de que por primera vez desde los orígenes de la humanidad,
el desastre colosal que él se negaba a admitir hace 32 años es ahora nada más
que una simple posibilidad científica. Ante esta realidad sobrecogedora que a
través de todo el tiempo humano debió de parecer una utopía, los inventores de
fábulas, que todo lo creemos, nos sentimos con el derecho de creer que todavía
no es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía contraria. Una nueva
y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la
forma de morir, donde de veas sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y
donde los estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para
siempre una segunda oportunidad sobre la tierra.
Agradezco a
la Academia de Letras de Suecia el que me haya distinguido con un premio que me
coloca junto a muchos de quienes orientaron y enriquecieron mis años de lector
y de cotidiano celebrante de ese delirio sin apelación que es el oficio de
escribir. Sus nombres y sus obras se me presentan hoy como sombras tutelares,
pero también como el compromiso, a menudo agobiante, que se adquiere con este
honor. Un duro honor que en ellos me pareció de simple justicia, pero que en mí
entiendo como una más de esas lecciones con las que suele sorprenderse el
destino, y que hacen más evidente nuestra condición de juguetes de una azar
indescifrable, cuya única y desoladora recompensa suelen ser, la mayoría de las
veces, la incomprensión y el olvido.
Es por ello
apenas natural que me interrogara, allá en ese trasfondo secreto en donde
solemos trasegar con las verdades más esenciales que conforman nuestra identidad,
cuál ha sido el sustento constante de mi obra, qué pudo haber llamado la
atención de una manera tan comprometedora a este tribunal de árbitros tan
severos.
Confieso sin
falsas modestias que no me ha sido fácil encontrar la razón, pero quiero creer
que ha sido la misma que yo hubiera deseado. Quiero creer, amigos, que este es,
una vez más, un homenaje que se rinde a la poesía. A la poesía por cuya virtud
el inventario abrumado de las naves que numeró en su Ilíada el viejo Homero está visitado por
un viento que las empuja al navegar con su presteza intemporal y alucinada.
La poesía
que sostiene, en el delegado andamiaje, de los tercetos del Dante, toda la
fábrica densa y colosal de la Edad Media.
La poesía
que con tan milagrosa totalidad rescata a nuestra América en las “Alturas de
Machu Pichu” de Pablo Neruda el grande, el más grande, y donde destilan su
tristeza milenaria nuestros mejores sueños sin salida.
La poesía,
en fin, esa energía secreta de la vida cotidiana, que cuece los garbanzos en la
cocina, y contagia el amor y repite las imágenes en lo espejos. En cada línea
que escribo trato siempre, con mayor o menor fortuna, de invocar los espíritus
esquivos de la poesía, y trato de dejar en cada palabra el testimonio de mi
devoción por sus virtudes de adivinación, y por su permanente victoria contra
los sordos poderes de la muerte. El premio que acabo de recibir lo entiendo,
con toda humildad, como la consoladora revelación de que mi intento no ha sido
en vano. Es por eso que invito a todos ustedes a brindar por lo que un gran
poeta de nuestras Américas, Luis Cardoza y Aragón, ha definido como la única
prueba concreta de la existencia del hombre: la poesía. Muchas gracias.
martes, 6 de marzo de 2012
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